A principios de
agosto, cuando media España estaba parada, se murió una amiga. Me llevaba con ella seis años. Tenía 28, casi 29. Así de duro. No era una
amiga de las que has conocido hace años, a la que ves todos los días, a la que le cuentas todas tus cosas
y a la que llamas la primera cuando tienes un problema. Pero sí una buena
amiga, por muchas razones.
Llevo varias semanas pensando si publicar este post. Al final me he decidido. No tiene enlaces, ni vídeos, ni fotos, ni canciones. Es un post desnudo. Si alguien lo lee y le gusta, genial. Yo seguro que lo releeré muchas veces.
Era una amiga de las que conoces desde que nació (literalmente). De
las que son hijas de los mejores amigos de tus padres. De las que recuerdas jugando a tu lado, en tu cuarto, en el salón de casa. De las que has
tenido en brazos a duras penas siendo niño para sacarte la típica foto. De las que son algo especial
porque son la hermana pequeña de un amigo de toda la vida. De las que
has visto crecer, no querer comer, ponerse su primer disfraz (de bailaora, rojo con lunares blancos),
suspender su primera asignatura, pelearse con su hermano mayor, beberse
sus primeras copas, presentarte a su novio (luego marido)... De las amigas con las que
tienes un vínculo diferente: no se prodigan en tu día a día,
pero llevan toda la vida en tu entorno.
Se ha muerto de esa larga enfermedad que a veces no es tan larga y que hay llamar como se llama:
cáncer. Murió por culpa del bicho, como decía ella. De un cáncer muy raro, esquivo, apenas conocido y de muy difícil acceso. Empezó en la boca, como lo que parecía una llaga, y acabó por todas partes: laringe, ojos, cuello, espalda... campando a sus anchas por las inmediaciones del cerebro. El primero que la derivó al hospital fue el médico de Familia que nos trató a los dos trató durante toda nuestra infancia y adolescencia. La examinó y dijo una frase de la que ahora todos nos acordamos: "Esto no me gusta. Que te lo miren bien".
Mi amiga era enfermera. Cuando nuestro médico le dijo "esto no me gusta", sabía con quién hablaba. Una vez diagnosticado, mi amiga sabía a lo que se enfrentaba. Siempre puso al mal tiempo buena cara, aun cuando llegó un momento en el que no pudo comer ni apenas ver, aun cuando el tumor y/o el tratamiento -a saber por qué- le anulaban su personalidad y le hacían ver las cosas incluso más negras de lo que ya eran.
Desde el
diagnóstico, hasta que todo acabó, pasó más de un año. Biopsias,
operaciones, ingresos, traslados, vueltas a casa, reconstrucciones, quimios, radios, biológicos, inmunoterapia,
participación en ensayos prometedores... Lo intentó todo, bien segura de que le merecía la pena. Llegó un punto en el que la solución era inexistente. Siguió intentándolo. Al final, enésimo ingreso, apagón progresivo, sedación, y fundido a negro hasta que se apagó.
Unos días antes del apagón, charlé con ella en un momento de cierta lucidez. Me despedí sin despedirme, vaya. Su "qué tal están mis niños" (que en realidad son los míos) se me ha quedado clavado. Igual que una conversación muda que tuvo con su padre sólo escuchando lo que él le susurraba mirándola a los ojos. Hay un recuerdo mejor que tampoco se me olvidará: verla, apenas sin fuerzas en la cama del hospital (el hospital en el que trabajaba), controlando y manejando todo el aparataje que la acompañaba (sondas, goteros, fármacos, rondas de médicos...). Como haciendose a sí misma su último servicio como enfermera.
He vivido la evolución de su cáncer desde cierta distancia. Con mucho whatsapp (a ver qué hago yo ahora con todas esas conversaciones con ella). Mi madre sí ha estado todo el rato al pie del cañón (vivía a unos metros de su casa). Para ella, mi amiga ha sido como una segunda hija. Sus padres y los míos se conocieron cuando compraron un piso, hace 40 años, en la misma urbanización. Mi madre y la de mi amiga son uña y carne, casi familia. Por añadidura, veo a la madre de mi amiga como a una tía. El hermano de mi amiga es para mí como un hermano mayor al que, aunque ves poco, importa: haber compartido tiempo y espacio en la niñez y adolescencia deja mucha huella.
Mi madre siempre pensó que el final era inevitable. Un sexto sentido, un presentimiento malo, decía siempre. Algo que estaba escrito desde el primer diagnóstico. Yo pasé mucho tiempo pensando que saldría adelante. Mi madre acertó y yo me equivoqué. El bicho pudo con ella. Irse con 29 años es una putada, una injusticia, una pena, un desperdicio, una mierda de ley de vida. Es lo que hay.
Ahora estoy en éstas en las que no sabes si llamar todos los días a su hermano (tu amigo-hermano mayor) y a sus padres (tus medio-tíos). Si ceñirte a un whatsapp que intente reconfortar, aunque no sabes si va a ser peor para lidiar con la pérdida y superarla. Si dejar de hablar del tema. Parece que acordándote de ella ya haces algo por los suyos, aunque sea mentira. Igual da: los recuerdos vienen, y son bienvenidos.
Se te echa de menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario